'Columna de libros: Voces y silencios en la montaña' por Alida Mayne-Nicholls Verdi
¿Cuánto dura una caminata en el bosque bajo la
lluvia? ¿Un trayecto habitual para ir a casa? ¿Qué puede ocurrir aparte
de la lluvia que cae del cielo, las gotas que se deslizan por las ramas y
el lodo que se forma a los pies? El cuento
“La joven salvaje” de Charles-Ferdinand Ramuz son unas pocas páginas en
que un hombre joven lleva a Lucienne, la joven salvaje, a casa. Al
principio la lleva cargada, ¿está ella inconsciente? Cuando parece
despertar, lucha, le muerde la oreja, y prefiere ella caminar y
encabezar la marcha, decidida, aunque se hunda en el barro. Él la sigue y
al mismo tiempo la admira. El cuento repara en un momento breve, una
anécdota que podría parecer sin trascendencia alguna. Y no contesta
preguntas: ¿la lleva a la fuerza?, ¿por qué van a esa casa?, ¿cuál es la
relación entre ambos? La verdad es que encontrar esas respuestas no
tiene valor alguno. El poder de este cuento está en la narración simple,
pero exquisita, en que pareciera que nosotros también nos mojamos, o
que, tal vez, hemos visto a esa inusual pareja a lo lejos en el bosque.
Charles-Ferdinand Ramuz (1878-1947)
es un escritor suizo que abordó en sus textos los paisajes y personajes
del campo y la montaña. Al parecer era un enamorado de esos panoramas, o
bien de las posibilidades que le abría para hablar del hombre y su
entorno. Él, sin embargo, era un hombre de ciudad y que pasó muchos años
viviendo en París.
En los breves relatos que encontramos en Voces de la montaña,
una hermosa edición de Chancacazo, con la traducción de Iván Salinas,
nos daremos cuenta de que la naturaleza podrá parecer bucólica, pero
esconde tragedias, peligros o bien, vidas muy difíciles, como lo muestra
el hermoso relato de una familia de feriantes que apenas tiene para
comer, en el que despluman un gallo azulado para lanzarlo a la olla.
Estos devenires no están puestos ahí por azar, sino con el afán de dar
cuenta de los personajes. La conexión entre hombres y mujeres y
naturaleza, nos muestra lo que pasa en torno a sucesos imprevistos, pero
también las consecuencias de actos que pueden parecer tan sencillos
como ir a la montaña a sacar flores para la enamorada: “Una manchita
blanca de este lado, otra más lejos: unas como estrellas de algodón con
un corazón amarillo que se agitaban suspendidas en el abismo y a las que
Mudry amasaba no sin peligro y esfuerzo, aunque ya había tomado tres”
(72)
Cuando uno piensa en el título –que es también el título de uno de los cuentos- puede pensar a priori
que se trata literalmente de la voz de la montaña: ¿cómo nos habla? En
parte es así, la montaña brama, los truenos de las tormentas son
ensordecedores, el viento silba; pero la voz humana dentro de esos
paisajes no puede ser olvidada, aunque el entorno le pueda jugar una
mala pasada, o quizás no puede ser olvidada porque la naturaleza es
impredecible. “Entonces, como había dicho que lo haría, lo llama, echa
la cabeza un poco para atrás, acomoda sus manos para que su voz porte:
‘¡O-ee!’ El sonido asciende, pasa del otro lado de la garganta de la
montaña” (110-111). Pero las voces no son siempre escuchadas. La voz de
Ramuz en estos cuentos debería serlo.
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